sábado, septiembre 14, 2024

La historia de un joven anarquista: Simón Radowitzky

Vapor Weser, en el que viajó desde Ucrania, Simón Radowitzky
Simón Radowitzky vivió la gran aventura que fue su vida en los escenarios menos propicios para la pregonada libertad de su ideología: el anarquismo.
Nació en Ucrania en 1891, preparando la Revolución junto a Trotsky, viajó a la Argentina y festejó el 1° de Mayo frente a las narices de la oligarquía argentina, pasó su plenitud encerrado en la famosa cárcel del fin del mundo, luchó en la Guerra Civil Española y murió fabricando inocentes  juguetes en México, al ladito el imperio del capitalismo, EEUU.
Ramón Falcón
Sin embargo, en Argentina el capítulo de su vida sólo queda testimoniado por los monumentos y honores prodigados a la que fue su única víctima: Ramón Falcón. Placas, estatuas, nombres de calles y hasta el de la propia Escuela de Policía Federal, recibieron su nombre. El reconocimiento del Estado era por “los servicios prestados” en la campaña al Desierto, primero, en la huelga de inquilinos de 1907,  y en la Semana Roja en 1909, donde gracias a su talento 80 personas fueron ultimadas a puro garrotazo.

Simón contaba sólo 19 años cuando, a poco de llegar a este país perseguido por la doble carga de sus ideas y su religión judía, participó de la llamada Semana Roja. Se trataba de una manifestación de trabajadores (casi todos ellos inmigrantes europeos) que fue duramente reprimida por la violencia policial, aparato a cargo del jefe de la policía federal, el tal Falcón. Muchas fueron las víctimas de ese primero de mayo de 1909, pero entre ellas, el primo solidario de Simón, tuvo un peso decisivo en los acontecimientos que se desataron posteriormente.
Los trabajadores decidieron llevar los féretros de sus familiares muertos cargándolos al hombro hasta el cementerio de la Chacarita. Pero un nuevo enfrentamiento policial trunca la intención cy los cajones fueron secuestrados por las autoridades.

Simón decidió que la lucha se había tornado personal. Era él, sin hijos ni familia que lamentaran su suerte, el que debía terminar con el asedio de Falcón. El presidente,  Figueroa Alcorta, se había negado al pedido de obreros socialistas y anarquistas para destituir a su jefe de policía. Sólo quedaba un camino en los pensamientos de Simón.
En el conventillo en el que residía, preparó en el mayor de los secretos, la bomba casera que usó en el atentado. Una botella y unas cuantas sustancias fáciles de conseguir, pero combinadas en las dosis correctas, le permitieron realizar el arma mortal.
Carruaje de Falcón después del atentado.
Un pequeño trabajo de inteligencia le permitió medir distancias y calcular tiempos. Sabía que era muy difícil salir con vida de aquel plan. Pensó en su madre, en su maestro ucraniano que le enseñó sobre hierros e ideas libertarias, pensó en su primo…
Resultó más sencillo de lo esperado: poca gente y el carruaje del jefe policial cumpliendo con el itinerario esperado. Todo ocurrió muy rápido. Un estruendo muy fuerte, esquirlas y pedazos inidentificables de cosas que cortaban el aire y la carne de la cara de Simón. La corrida, los gritos y dos policías que circulaban por el lugar lanzándose tras el joven anarquista.

No había escapatoria. No la hubo. Las imágenes se repitieron en su memoria como una vieja película. No dos o tres veces, sino

Penal de Ushuaia
miles de veces, sólo para llenar las interminables horas de la vida entera que le tocó pasar en el penal de Ushuaia. Cada vez se imaginaba finales distintos. En una huía exitosamente y volvía a Ucrania; en otras lograba darse el tiro de gracia en la sien que impedía su captura; en otra era salvado por sus compañeros para luego encabezar un movimiento de masas que terminara con el gobierno de Alcorta en la Argentina.

Sin embargo, su imaginación frondosa no fue capaz de dibujar otro corolario, el que la caprichosa realidad eligió para signar su destino: su figura se convirtió en símbolo de la lucha anarquista; su dolor y sufrimiento en bandera libertaria de los que iban contra la injusticia, su soledad en solidaridad de cientos de personas que tras ilustres y desconocidos apellidos, pidieron por su libertad.  Un  pedido que Hipólito Yrigoyen escuchó e hizo posible en 1930.

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